HERI ET CRAS
La mujer pulsó los números en el
teclado y sonrió cuando la caja fuerte se abrió con un chasquido. ¡Qué detalle
más romántico que el bueno de Alistair hubiese puesto como combinación la fecha
en la que se habían conocido!
Tiró
hacia atrás de la pesada puerta y lo que vio la dejó boquiabierta. Era mucho
más de lo que había imaginado. Dentro de la caja se alineaban apretados fajos
de billetes y estuches de terciopelo negro en los que brillaban cientos de
pequeños diamantes. Al final el sacrificio había merecido la pena. Después de
tantos años de preparación para llegar a convertirse en lo que Alistair buscaba
en una mujer, después de tanto esfuerzo para acercarse a su entorno más íntimo
y ganarse su confianza, después de convencerlo de que la enorme diferencia de
edad que los separaba no sería jamás un obstáculo para su vida como marido y
mujer, sin duda había merecido la pena.
Ahora
Alistair yacía desmadejado sobre la alfombra, como un guiñol al que hubiesen
cortado las cuerdas en mitad de la función. Con el impecable traje casi tan
arrugado como la avejentada piel de su cuerpo. Profundamente dormido después de
haber bebido la droga que ella le había servido con el whisky. Casi le daba
pena verlo así, tan indefenso. Alistair nunca había tenido la más mínima
oportunidad. Era increíble cómo algo tan estúpido como el amor anulaba todas
las alarmas, incluso en personas acostumbradas a llevar una vida de negocios
tan poco ética y sin ningún tipo de escrúpulos como la de Alistair.
Dejó
de pensar en él y abrió una pequeña maleta en la que comenzó a guardar todo
aquello que podía transportar o vender con más facilidad. Cuando terminase,
conduciría el Maseratti a toda velocidad hasta al aeropuerto, donde la esperaba
Ralph. Después de unas horas de viaje en avioneta, ambos desaparecerían para
siempre. El mundo era demasiado grande. Nadie los encontraría jamás.
Alistair
se recuperaría de ese revés económico. Lo que ella se llevaba apenas arañaba la
superficie de su vasta fortuna. Otra cosa sería reparar su corazón de viejo
león herido. Lo sucedido esa noche seguramente lo volvería más desconfiado y
huraño, pero la vida también era muy dura fuera de las paredes de aquella
mansión.
Al
revolver entre un fajo de títulos al portador, una pequeña caja de madera llamó
su atención. Parecía muy antigua y estaba grabada con un texto extraño en el
que destacaban dos palabras que se repetían una y otra vez: Heri y Cras.
Había
algo en aquella cajita que la atraía de una forma irresistible, casi mágica.
Pensó que todavía tenía mucho tiempo. El somnífero que le había suministrado a
Alistair lo mantendría dormido por un buen rato, así que decidió saciar su
curiosidad.
La
mujer rodeó el cuerpo de su marido y caminó hasta la mesa de despacho en la que
se amontonaban varias pilas de documentos perfectamente ordenados. Después
encendió la lámpara, se sentó en el sillón de cuero y puso la cajita sobre la
mesa, bajo el haz de luz. Inspiró profundamente y la abrió. Al contemplar lo
que había dentro, no pudo evitar que se le escapase una lágrima de alegría. Los
dos anillos eran hermosos, muy hermosos, y las piedras que estaban engarzadas
en ellos parecía que estuviesen vivas. Tomó uno entre sus dedos y lo giró a la
luz de la lámpara. Era incapaz de determinar el color de aquella extraña gema.
Mientras acariciaba el oro del engarce con reverencia, estudió los signos que
estaban grabados en él. Un cosquilleo acarició la punta de sus dedos. Ahora el
tiempo era lo de menos. Lo único que importaba eran los anillos.
Estaba
decidido. Se los llevaría.
De
repente una idea comenzó a crecer en su cabeza hasta obsesionarla: tenía que
probarlos.
Casi
sin saber cómo, se encontró con uno puesto en cada mano. En la cajita le habían
parecido más grandes, pero en sus dedos parecía que hubiesen sido forjados para ella.
Estaba
admirando el increíble iris de colores que reflejaban las piedras cuando
comenzó a suceder algo que la asustó. Al
principio pensó que podría ser un efecto óptico fruto del estrés y de la escasa
luz de la habitación, pero no tardó en darse cuenta de que lo que estaba
sucediendo era real. Las puntas de los dedos habían desaparecido en una nada
que avanzaba hacia la muñeca, devorando una porción cada vez mayor de sus
manos. Presa de un ataque de pánico intentó quitarse los anillos, pero sus
amputados dedos se habían transformado en unas herramientas inútiles y, pese a
intentarlo una y otra vez, no lo consiguió. La mujer comenzó a sentir dolor.
Algo tiraba de sus extremidades desde el otro lado del vacío que se las estaba
tragando, y las retorcía de forma antinatural; algo o alguien muy poderoso. No
podía pensar, porque el dolor nublaba su mente. Sintió cómo su cuerpo se
desgarraba por dentro mientras la nada hacía desaparecer también los anillos y
las fuerzas seguían tirando de ella, cada vez con más violencia, en sentidos
opuestos. Incapaz de saber qué era lo que le estaba sucediendo, intentó llegar
hasta Alistair para implorar ayuda, pero la implacable nada continuó devorando
su cuerpo y lo hizo desaparecer antes de que ella pudiese llegar hasta el
hombre.
Unas
horas más tarde, Alistair despertó con la boca pastosa. El cuerpo gimió de
dolor cuando obligó a sus viejos huesos a moverse después de haber pasado
demasiado tiempo en una posición tan forzada e incómoda. Tenía la cabeza
embotada, como si estuviese sufriendo la peor de las resacas, y no podía
recordar cómo había llegado hasta allí.
Giró
a su alrededor intentando encajar las piezas del rompecabezas.
Vio
el vaso sobre la alfombra y entonces pequeños retazos de imágenes comenzaron a
acudir a su cabeza. Recordaba estar hablando con Jessica, y que después ella le
había servido un whisky... Miró con incredulidad la caja fuerte abierta, la
bolsa con el dinero y las joyas, y la pequeña caja de sándalo con los dos
anillos, Ayer y Mañana, sobre la mesa, junto a otras joyas que siempre solía llevar
puestas Jessica.
—
¡Dios mío! —exclamó cuando su cerebro, que hasta ese momento se había negado a
aceptar la realidad, encontró la explicación más posible a lo que había
sucedido— Jess, no.
Al
encajar por fin las piezas del puzzle, el hombre lloró como no lo había hecho
desde la muerte de su madre, hacía ya muchos años. Y con lágrimas en los ojos,
derramadas más por la pérdida de su amor que por el engaño del que acababa de
despertar, tomó la cajita de madera y colocó de nuevo los anillos en su
interior. Y mientras lo hacía, intentó no escuchar el susurro hipnótico de las
joyas, que le pedían que se las pusiera. Era una pena que ya casi nadie
comprendiese las lenguas muertas. Jess hubiese podido salvarse si hubiese leído
la advertencia y hubiese entendido que no podía colocarse a Heri y a Cras en las manos al mismo tiempo. Ayer y Mañana eran unas
joyas fabulosas que él mismo había utilizado para amasar su increíble fortuna,
y que podían llevarte al pasado o a cualquiera de tus posibles futuros, pero
nunca a ambos destinos a la vez sin que los poderosos vórtices que creaban te
destrozasen el cuerpo.
Jess,
la dulce Jess, nunca había tenido la más mínima posibilidad.
RdS
¡Madre mía! ¡Qué historia tan increíble! Me ha encantado
ResponderEliminarVerdaderamente bueno, Roberto, tal y como señala nuestra amiga, Esther. Uno cree al comienzo, estar ante un thriller, pero es mucho más que eso. ¡Enhorabuena!
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