LLUVIA

¿Qué mejor manera de abrir paso a las navidades que con un buen relato? Éste nos lo cede Víctor. Particularmente yo le conozco por sus maravillosos microrrelatos, pero esta historia que nos brinda es sin duda el primer peldaño de un gran novelista. Un abrazo a todos y felices fiestas.


Aquella noche en que fue engendrada, el cielo se partió literalmente en dos mitades. Tras cuatros años yermos, de tierras resecas y reses muertas, un aroma de tierra mojada anunció lo inevitable. Comenzó con un rumor lejano de truenos y una llovizna tenue. Minutos después y mientras caía el agua con profusión, las gentes de Asquerosa danzaban como locos por sus calles, celebrando la buena nueva del meteoro que les devolvía la prosperidad negada. Ya entrada la madrugada y como aquello se había convertido en el diluvio universal, quien más y quien menos se retiró a sus casa ahíto de vino y de felicidad, de saber que el cauce reseco del  Zujaira, ahora bajaba fecundo y amplio.


-Si es niña, -solía decir don Agustín- se llamará Lluvia. Mi María quiere una muchacha y muchacha habrá de ser.

Esta vez le cogió saliendo de la taberna de Lope. María estaba ya de cinco meses y él, andaba como unas castañuelas contándoselo a cuantos querían escucharlo. Tan animoso puso su pie derecho en la calle,  que un carro que abría una comitiva de tres, estuvo a punto de atropellarle en la misma puerta. Sobre el pescante, al gobierno de una espléndida pareja de mulas, un hombre joven, bien vestido y de cabello negro azabache. A su lado, con el pelo recogido en moño vistoso y una sonrisa dulce, la que parecía su esposa.

-Con Dios y disculpe, .Dijo don Agustín tocando la visera de su gorra.
-Muy buenas, Vaya usted con Dios -contestó el arriero mientras arrancaba de nuevo.

 
Tras ellos, en otra carreta tirada por un caballo tordo, a las riendas un joven mozo muy tieso. A su derecha, un muchacho de no más de ocho o nueve años, de mirada profunda y carilla de sorpresa, que volvió a sumergirse en el libro que llevaba en las manos, tras el frenazo. Cerraba la comitiva un carretón tirado por un tronco de cuatro mulas bien enjaezadas, con un matrimonio mayor que el primero, y aspecto de guardeses. El hombre respetuoso, farfulló un saludo y tocó el ala de su sombrero de paja. Don Agustín le correspondió.  



 

-¡Federico!, -saludó desde lejos con ademán cómico- ¿A qué no sabes quién es mi novio?
-Hola Lluvia. No lo sé, ni lo sabré hasta que tú no me lo digas.
-No te lo diré, no te lo diré. A ver si lo adivinas.
Federico cerró el libro sobre el regazo y esperó a que la niña se sentara a su lado.
-Te propongo un juego, luego compondré una cancioncilla al piano, y al final tú misma cantarás el nombre de tu amado.


-Como sabes camelarme Federico. No he conocido a otro hombre igual, que componga y que escriba, y sea tan listo, y tan guapo...
-¡Ay mi Lluvica!. Pero si eres sólo una niña. ¿A quién vas a haber conocido tú?. Anda calla que me vas a sacar los colores.



Juntos, abandonaron aquel paraje de Fuente la Teja el uno junto al otro, como harían tantas veces en los próximos años, ella con los ojos en él, Federico, con la mirada más allá.  ...”Mi paraíso un campo, sin ruiseñor ni lira, con un río discreto y una fuentecilla.”.


Encarna fregaba los peroles en el patio. Los iba sumergiendo en una tina a medias de agua jabonosa, y despacio, con un estropajo de esparto, daba vueltas y vueltas sobre su fondo. Así lo había hecho a lo largo de su vida, desde los once años, y así lo seguiría haciendo mientras le quedaran fuerzas. Vicenta los aclaraba en otra tina. Nunca había sido de espíritu tranquilo, pero desde que Encarna comenzó con los dolores de las piernas, se había echado al tajo como una más. Un chamarín cantaba como en las mejores tardes de piano de Federico, en un jaulón desde una esquina. En la opuesta, un jilguero le daba la réplica. El sol dolía contra las paredes encaladas, y salpicadas de macetas de gitanillas.

-Pero que guapas están las dos.
-Hola Lluvia, no te hemos sentido llegar. ¿Qué traes ahí?
-Deje Encarna, ya sigo yo con eso. Esto, -y señaló con el dedo una carterita de piel que llevaba bajo el brazo izquierdo- me lo dio antes de ayer Federico en Graná para usted. Es el manuscrito de La Casa de Bernarda Alba.

-Encarna, vaya preparando el almuerzo que entre las dos aviamos ya esto en un momento.
¿Cuándo has visto a mi Federico? -pregunto Vicenta algo angustiada
-El martes, en la fuente de las Batallas. Me invitó a merendar en el café de Gómez y me dio la cartera Me he pasado ayer el día entero leyéndolo. Éste Federico suyo... y bueno, mío también, es un genio.
-Pero que me vas a contar a mí, si con dos años se aprendía las letras de las canciones enteritas y las entonaba la mar de bien. Yo le enseñaba poemas. ¡Conchile!, si aprendió a leer antes que a andar.
Lluvia fregaba ahora el perol que le había quedado a Encarna, y ambas sonrieron imaginando a aquel niño enfermizo y torpe, pero saleroso y zalamero al mismo tiempo.
-Qué bonica eres. Como me hubiera gustado tenerte por nuera.
-Y a mí por suegra. Pero este bribón de hijo suyo, tiene la cabeza en todos los lados menos en casarse. Federico también ama, pero a mucha gente. Es tan buen amigo de sus amigos, que sé que daría la vida por cada uno de ellos. Salinas, Alberti, Buñuel, Falla, Dalí, Don Juan Ramón y Don Antonio. ¿Se da usted cuenta de que ha nacido para rodearse de grandes hombres, para ser uno más entre ellos? La gente le quiere allá por donde va; Madrid, Barcelona, Argentina, Cuba, por la fascinante Nueva York, y aquí, en Graná, aunque diga, que no le falta razón, que aquí se agita la peor burguesía de España.
Vicenta aclaraba con la mano extendida, los restos de espuma, ensoñando con las palabras de Lluvia. Para ella seguía siendo por encima de todo, eso, su Federico.
-¿Dónde se ha quedado al final?, la cosa está bastante revuelta como para ir por ahí  buscándose lo que no tiene.


-Se ha ido a casa de los Rosales. Dice que van a revisar unos poemas de Luis y que en cuanto acaben se viene otra vez para acá. A su hijo no le da miedo de nada. Me contó  merendando que el cónsul de México y otro que no recuerdo, le han dicho veinte veces que se vaya a América hasta que acabe todo esto, pero él, erre que erre, que su lugar está aquí, con los suyos y con la Republica. Cree en España, en los pobres, en la justicia, en la gente. Dice que hay que ponerse con claridad del lado de la razón, y otras muchas cosas que se me escapan. Y yo a lo mío. ¿Alguna vez me habrá amado?
-¡Ay mi Lluvica!. Te adora, eso te lo aseguro. Has sido su mejor amiga desde hace quince años. Federico, y te lo digo yo que soy su madre, es un hombre tan diferente. A él sólo le interesa el teatro, y la poesía, y escribir, escribir y escribir. Se ha propuesto llevar la cultura a todos los sitios pero... su amor, es un amor imposible. No sé si correspondido, pero imposible, y tú no eres su destinataria.
-Ya lo sé. Siempre hay una llama en el fondo de mi corazón, una luz de esperanza que me hace preguntar tonterías como esta. Las palabras son tan baratas, que una pregunta juntando cuatro o cinco y ya está. “Bajo el agua están las palabras”, me lo dice siempre, y con ellas las respuestas, aunque no todas nos gusten. Ahí está la carterita, no vaya usted a olvidarla. Federico me la ha dado como si de un tesoro se tratase. –Dásela a mi madre- me dijo, y que usted la guardase hasta que él volviera. Dentro tiene también notas, y un manuscrito sin terminar que yo no he mirado. Cuando haya leído la Bernarda, ya me comentará. Y luego me dice si el personaje de Adela y Federico, no podrían ser la misma persona.
-Ayúdame a llevar a dentro los peroles y quédate a comer con nosotros.

-Conforme. Así le echamos una manilla a Encarna con el guiso.

La camioneta de Viznar traqueteaba un domingo más. Lluvia sujetaba sobre las rodillas la cesta de mimbre. Una tortillica pequeña, algo de queso, un par de frutas de temporada, una navajilla, un paño de cuadros rojos y blancos y un jarrillo de lata. Sobre el fondo y en un lado, tapado con el paño de cuadros, un ramillete de clavellinas que ella compraba en un puentecillo de Bib-Rambla. Nunca se quitó el luto, ni de la indumentaria ni del corazón. Repetía entre brincos y frenazos del autocar, como una letanía aquellos versos que Don Antonio Machado envió a Vicenta por correo.


“Se le vio, caminando entre fusiles

por una calle larga,
salir al campo frío.
Aún con estrellas de la madrugada
Mataron a Federico
cuando la luna asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó  mirarle a la cara.
Todos cerraron los ojos,
rezaron; ¡Ni dios te salva!
Muerto cayó  Federico.
-Sangre en la frente y plomo en las entrañas-
...Que fue en Granada el crimen
sabed. ¡Pobre Granada! –En su Granada “

Y así seguía bebiéndose las lágrimas con el resto de los versos hasta legar a los últimos.

“Se le vio caminar...
                    labrar, amigos.
De piedra y sueño en la Alhambra,
un túmulo al poeta
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga;
El crimen fue en Granada, ¡En su Granada!.”

Lluvia llegaba siempre a Viznar, hecha un mar de Llanto y de sal. Su pena y su luto no llamaban la atención a nadie. Media España lloraba a sus muertos vestida de negro, y una tristeza sombría, se había instaurado entre las gentes a traición, pero hasta la médula misma. Era la viuda de Federico y a mucha honra. Se bajaba del coche de línea hacia las once. El tiempo de oír misa y de salir al camino de Alfacar. Desde que llegó el rumor de que su amor estaba enterrado en una fosa común, junto con un maestro y dos banderilleros, por algún barranco de aquellos pinares, Lluvia no había fallado ni un solo domingo. Buscaba los lugares en los que imaginaba podía estar su hombre, y allí mismo desplegaba su pañito de cuadros rojos y blancos, sacaba su almuerzo, y mientras lo comía, iba recitando cada uno de los poemas de Federico, cada uno de los papeles de sus obras, cada carta que él le había escrito desde ultramar. Así Lluvia fecundaba la tierra. Luego recogía todo, dejaba el ramo de clavellinas sobre el suelo y se volvía para subirse al coche de las cuatro con rumbo a Granada. Lo último que hacía antes de abandonar aquellos campos, era beber con su jarrillo, agua fresca que cogía de una fuentecilla.



...”Mi paraíso un campo, sin ruiseñor ni lira, con un río discreto y una fuentecilla.”.





2 hablaron:

  1. Confieso que no soy muy dada a leer autores clásicos, pero desde luego Víctor ha conseguido azuzar al gusanillo. ¿No es formidable lo que ha escrito?

    Me indicó que lo envió a concurso. Desconozco el resultado, pero no merecía menos que ganar.

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  2. Gracias amiga. Seguramente hubo otros muchos que superaron al mío. Hay gente verdaderamente formidable por ahí escribiendo, igual que los personajes de Luilli buscando un autor, buscando un editor, y es bien cierto que lo merecerían, y pondrían en la calle mucho del talento oculto que nos rodea.
    Abrazo literario.

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